La Castidad
El don de la castidad hace que el corazón se encuentre libre y lo enciende siempre cada vez más de amor hacia Dios y los hombres. Lejos de encerrarse en una vida estéril, Cristo, ligándonos a Él nos abre a una sublime fecundidad apostólica en la dedicación continua y generosa a su servicio y al de la Iglesia. La castidad, expresión del amor dirigido integralmente hacia Cristo, hace vivir con un corazón no dividido en íntima y profunda amistad con Dios, solícitas de agradar a Él solamente (cfr. 1 Cor. 7,29-35). Es un don que debe crecer día a día, en modo de poder adherir siempre cada vez más a Cristo con el amor, en vigilante espera de su llegada.
Puesto que tenemos el tesoro de la castidad en vasijas de barro, no debemos presumir de nuestras fuerzas; sino que, debemos humildemente confiar en Dios y recurrir a la Oración, a los Sacramentos, sobre todo al sacramento Eucarístico, a la potente intercesión de la Virgen Inmaculada. Además, es necesario el espíritu de sacrificio, la práctica de la mortificación, la custodia del corazón y de los sentidos y el uso de aquellos medios naturales que ayuden a la salud de la mente y del cuerpo.
La castidad estará mejor custodiada en un ambiente rico de bondad, de alegría y de sincera y auténtica caridad, en el que las Religiosas se sientan comprendidas y apreciadas y sean tratadas con amabilidad y cortesía.
La Pobreza
Con la práctica de la pobreza, la monja se desviste de todos sus bienes para tener el corazón libre de las cosas materiales y dedicarse más expeditamente al servicio de Dios y de la Iglesia: Ella participa voluntariamente en la pobreza santificadora de Cristo, que «Siendo rico, se ha hecho pobre » (2 Cor. 8, 9) por nuestro amor.
La pobreza es la condición necesaria impuesta por Gesù para quien ha sido llamado a seguirlo (cfr. Mt. 19, 21) y es la prueba visible del amor de quien ha respondido a su invitación.
La pobreza no puede consistir solamente en la dependencia, por lo tanto, ha de empeñarse en su práctica, con un sentido de responsabilidad ante Dios, de poner en la vida aquella medida de pobreza efectiva que atestigue al mundo que nosotros no queremos poseer nada, salvo a Jesucrito.
Para todo lo que sea necesario tendrán que depender incluso de la Madre Priora. Esta podrá conceder autorizaciones generales para las cosas ordinarias, que han de renovarse periódicamente a cada una de las Religiosas, según las necesidades específicas de cada una.
Las Religiosas han de sentirse sujetas a la ley común del trabajo: por lo que, se aplicarán con fervor y diligencia a las diferentes tareas que se les asignen, sin que tengan por ello excesiva preocupación, seguras de que no les faltará jamás lo necesario a aquellas que buscan antes que nada el reino de Dios y su justicia.
La obediencia
La Encarnación es un misterio de obediencia, en la que Jesucristo «Asumiendo la forma del siervo » (Fl. 2,7), se humilló hasta la muerte en la cruz para cumplir la voluntad de salvación del Padre. Las monjas, con la mirada puesta en tan sublime modelo, movidas por el Espíritu Santo, someten su voluntad a la Superiora y, renunciando libremente a ésta, se ofrecen con Él en calidad de precioso holocausto para la salvación de los hermanos.
La Clausura
Medio privilegiado para dedicarse mejor a la búsqueda de Dios, esperar de una forma más plena a su servicio, empeñarse en el camino de la perfección y de la contemplación es la clausura papal, que constituye nuestro estilo de vida monástica, según la inspiración de la Beata Madre Maria Vittoria De Fornari Strata, fundadora de nuestra Orden.
Fórmula de los Votos Solemnes
Yo, Sor N.N.
por la gloria de la Santísima Trinidad,
en honor de la Beata Virgen de la Anunciación,
de San Agustín y de la Beata Madre Maria Vittoria,
empujada por la firme voluntad
de consagrarme más íntimamente a Dios
y de seguir a Cristo más de cerca,
ante todos los presentes,
en tus manos
Revda. Madre N.N.
Priora de este Monasterio de la Santísima Anunciación
hago voto solemne de perpetua castidad, pobreza y obediencia,
según la Regla de San Agustín
y las Constituciones de la Orden de la Santísima Anunciación,
y me concedo con todo el corazón a esta Familia religiosa,
para que, con la gracia del Espíritu Santo,
y con la ayuda de la Beata Virgen María,
pueda alcanzar la perfecta caridad
al servicio de Dios y de la Iglesia.
Amén.